El Cascanueces y el rey de los ratones es una de las obras literarias imprescindibles en Navidad, pero apta para disfrutar en familia en cualquier época del año. Escrita por Ernst Theodor Amadeus Hoffmann en 1816, “El Cascanueces y el rey de los ratones” inspiró al gran compositor ruso Piotr Ilich Tchaikovsky para la creación de su famoso ballet “El Cascanueces”.
A continuación te ofrecemos una recreación de la obra original de Hoffman a modo de resumen, apta para niños, con gran fidelidad al texto original, así como su versión teatralizada en audiocuento y musicalizada con piezas Tchaikovsky. Grandes y pequeños aprenderán de literatura y de música mientras se entretienen escuchando un ameno relato.
Audiocuento “El Cascanueces y el rey de los ratones”
Músicas CC 4.0: El Cascanueces de Tchaikovsky (IMSLP); La danza de las flautas y Marcha (lamusicagratis.com); Dance of the Sugar Plum Fairies y Sugar Plum Dark Mix , por Kevin MacLeod.
Si lo que buscas es el texto de la obra literaria “El Cascanueces y el rey de los ratones” corto, a continuación puedes encontrar un resumen que se ajusta a la obra con gran fidelidad.
El Cascanueces y el rey de los ratones (Resumen)
Durante todo el día 24 de diciembre, a Fritz y Marie no les permitieron entrar en la sala ni en el salón de gala. Ya era de noche y los niños se acurrucaban en un rincón de la habitación, a oscuras, muertos de miedo.
-Marie, llevo todo el día escuchando ruidos, golpes y murmullos que salen de las habitaciones cerradas. Y hace un rato he visto pasar a hurtadillas a un hombrecillo oscuro con una gran caja bajo el brazo -susurró Fritz a su hermana.
-¡Oh! Seguro que era el padrino Drosselmeir. ¡Nos habrá hecho algo muy bonito! -respondió Marie con entusiasmo.
El consejero jurídico superior Drosselmeier era un hombre menudo, con el rostro surcado por cientos de arrugas. Llevaba un parche en el ojo derecho. Se cubría la calva con una preciosa peluca blanca de cristal. Era un hombre mañoso, conocía los secretos de los relojes y su maquinaria. Todos los años, por Navidad, el padrino Drosselmeier construía para Fritz y Marie un artilugio muy artístico, al que un sistema de engranajes parecía dotar de vida.
-¡Seguro que el padrino ha construido una fortaleza donde marchan bonitos soldados! -imaginó Fritz.
-¡No! Será un bonito jardín con un gran lago donde nadan maravillosos cisnes dorados y una bella niña les da de comer mazapán-respondió Marie.
Tanto trabajo le costaba al padrino Drosselmeir construir sus regalos para Fritz y Marie que, tan pronto lo recibían, sus padres se apresuraban a guardarlos con cuidado. Es por eso que Fritz y Marie preferían los regalos que les traía el Niño Jesús, porque se los podían quedar y jugar con ellos. Este año, Marie deseaba una muñeca nueva y Fritz una caballería para completar su ejército de juguete.
-¡Me encantaría que me regalara húsares y un alazán! -anheló Fritz.
En ese momento se escuchó un sonido claro y tintineante. Las puertas se abrieron dejando ver a sus padres.
-Venid, niños. Entrad en el salón y mirad lo que os ha traído el Niño Jesús -llamó la madre de los pequeños.
Me dirijo a ti, benévolo lector, para pedirte que recuerdes tu última mesa de Navidad, llena de bonitos regalos. Sólo así podrás imaginar el gozo de aquellos niños en ese momento, frente a un árbol de Navidad repleto de manzanas doradas, peladillas y caramelos de colores.
Marie recibió delicadas muñecas, lindos cacharritos de juguete y un vestido de seda repleto de lazos de colores. Fritz, efectivamente, encontró el alazán y un escuadrón de húsares montados en caballos blancos tan brillantes que parecían hechos de plata pura.
Entonces volvió a sonar la campana, esta vez para anunciar que el padrino Drosselmeier ofrecería su regalo. Los niños corrieron hacia una gran mesa y apartaron el paraguas que lo mantenía oculto. ¡Y lo que vieron los dejó maravillados!
Sobre una base de verde hierba se alzaba un magnífico castillo con ventanitas de espejo y dorados torreones. Se oyó entonces un toque de campanas y se abrieron puertas y ventanas, dejando ver cómo multitud de figuritas paseaban o bailaban en el interior del castillo. Un hombrecillo saludaba a través de la ventana. ¡Hasta el mismísimo padrino Drosselmeier, poco más grande que un pulgar, aparecía ante la puerta del castillo y volvía a desaparecer.
-¡Padrino! ¡Permíteme entrar en tu castillo! -pidió el ahijado.
-No es posible, querido Fritz. Es demasiado pequeño como para que puedas entrar dentro -respondió Drosselmeier.
-¡Entonces sal por la otra puerta, padrino! ¡Por la de enfrente! -insisitió Fritz.
-No se puede, Fritz. La mecánica está construida para que los muñequitos solo se muevan de una manera -desestimó Drosselmeier.
-¿Cómo? ¡Entonces prefiero mis húsares que son capaces de moverse adelante y atrás y no están encerrados en ningún castillo! -exclamó Fritz.
-¡Una obra de arte como esta no está hecha para unos niños que no son capaces de comprenderla! -gruñó el padrino.
Indignado, Drosselmeier se dispuso a envolver de nuevo su castillo, pero la madre de los niños se interesó por los complicados engranajes que dotaban de movimiento a los muñequitos. El padrino lo desmontó todo y luego lo volvió a montar. De ese modo olvidó su enfado.
En todo ese tiempo, Marie no había querido separarse de la mesa de Nochebuena, ya que había descubierto la figurilla de un pequeño hombrecillo, de gran cabeza y verdes ojos saltones llenos de bondad, y una alargada sonrisa de oreja a oreja.
-¡Papá! ¿De quién es este encantador hombrecillo? -preguntó la niña con ojos chispeantes.
-Él se encargará de abrir las nueces. Es para que lo usemos todos. Pero ya que te ha gustado tanto el amigo Cascanueces, tú serás la encargada de cuidarlo -concedió el señor Stahlbaum.
El padre de Fritz y Marie lo cogió entonces de la mesa. El hombrecillo abrió una enorme boca llena de afilados dientecillos que mordieron la nuez.
Los niños estuvieron largo rato jugando a cascar nueces. Marie le ofrecía las más pequeñas para que no tuviera que abrir tanto la boca, mientras que Fritz metía las más duras y grandes. Tanto, que de repente no aguantó y algunos dientes se rompieron.
-¡Ay, mi querido Cascanueces! -se lamentó la niña.
-¡Bah! Qué tipo más inútil. Quiere ser cascanueces y no tiene ni dentadura para ello -se burló Fritz.
Marie, entre lágrimas, envolvió al enfermo Cascanueces en su pañuelo. Después reunió los dientecitos rotos y le vendó la mandíbula con un lazo de su vestido.
-¿Cómo puedes tratar con tanto mimo a un tipo tan pequeño y horrible? -preguntó Drosselmeier.
-Padrino… ¡Quién sabe si tú estarías tan guapo como el Cascanueces si te pusieras un traje así de elegante!
Los padres de Marie rieron, pero el padrino Drosselmeier enmudeció y se puso colorado. Seguramente Marie había dicho algo especial sin darse cuenta.
En la pared larga del cuarto de estar había un gran armario de cristal en el que los niños guardaban sus juguetes. Las dos últimas estaban asignadas a los niños: Marie guardaba sus muñecas en la más baja. En la de encima reposaban los soldados de Fritz.
Era ya cerca de medianoche y los niños no se apartaban de la vitrina, a pesar de que su madre les había pedido en varias ocasiones que se fueran a la cama.
-Un ratito más, mamá, que todavía debo colocar bien una cosita. En cuanto acabe me acostaré -suplicó la niña.
Cuando se quedó sola, Marie sacó al Cascanueces de su pañuelo y lo colocó sobre la balda. Estaba muy pálido, pero sonreía con dulzura.
-Mi querido Cascanueces, no te enfades con mi hermano, no te ha hecho daño con mala intención. Yo te voy a cuidar hasta que te pongas bien. Mañana le pediré al padrino Drosselmeier que vuelva a sujetarte los dientes. Él es relojero y te curará -le prometió la niña a la figurita de madera.
En cuanto Marie nombró a Drosselmeier, el Cascanueces torció el gesto y sus ojos chispearon. Marie se sintió horrorizada, pero pronto se dio cuenta de que la forma tan horrible de su rostro había sido causada por las sombras que proyectaba sobre el Cascanueces la luz de la habitación.
-¡Qué tonta he sido al asustarme! -exclamó Marie.
Entonces le pidió a Mamsell Clàrchen, su nueva muñeca, que le prestara su camita al Cascanueces y lo acostó con mimo. La niña se despidió de él y cerró el armario con llave. Entonces algo ocurrió. ¡Escuchad con atención, niños!
Unos claros murmullos y roncos sonidos llenaron el salón. La lechuza dorada que estaba sobre el reloj de pared pronunció unas palabras incomprensibles:
“Reloj, reloj, relojes, ronroneémos todos con suavidad.
El rey de los ratones tiene un oído muy fino.
Cantad para él canciones antiguas, tocad campanitas.
¡Pronto estará perdido!”
Marie, aterrorizada, se dispuso a huir de la habitación, pero entonces vio al padrino Drosselmeier como una figurita, sentado sobre el reloj en lugar de la lechuza.
-¡Padrino! ¿Qué haces ahí subido? Baja, no me asustes -pidió la niña.
En ese momento surgieron risitas y silbidos de todos rincones y se escuchaban miles de piececillos corretear. Por entre las rendijas de las tablas asomablan pequeños ojillos brillantes. ¡Eran ratones! Estaban por todas partes. Los ratones comenzaron a formar. Se pusieron en fila igual que los soldados de Fritz cuando se preparaban para la batalla. A Marie le pareció muy gracioso, pero de repente se oyó un intenso y penetrante silbido.
Y, ¿sabéis lo que vio? Si tú, querido lector, hubieras visto lo que vio Marie… ¡habrías salido corriendo y te habrías metido en la cama tapándote hasta las orejas! Pero, ay, Marie no pudo hacerlo, pues cerca de sus pies comenzó a brotar del suelo gran cantidad de arena y trozos de ladrillo. Y apareció entonces un ratón de siete cabezas con siete brillantes coronas. Dio una orden a su ejército. Los ratones se pusieron en movimiento y se dirigieron hacia la vitrina donde se encontraba Marie. La niña se tambaleó y, del susto, golpeó con el codo uno de los cristales del armario, haciéndolo añicos.
Los ruidos cesaron y la habitación quedó en silencio. Marie creyó que el sonido de los cristales habría ahuyentado a los ratones. Pero entonces comenzó un nuevo rumor procedente del interior del armario. Todos los juguetes del interior estaban en movimiento.
-¡Venga, arriba! ¡Preparaos para la batalla! -se escuchó decir a una vocecilla tintineante.
-¡Anda! ¡Pero si son mis campanillas! -exclamó Marie muy sorprendida.
El Cascanueces se incorporó de golpe, saltó de la camita con ambos pies, blandió su espada y gritó:
-¡Estúpida ratonera! ¡Gentuza de ratones! Queridos compañeros, ¿queréis apoyarme en la lucha?
Al grito de “Sí, señor”, un grupo de figurillas de teatro y música se lanzaron tras el Cascanueces desde lo alto del armario. Pero, ¡ay! Estas figurillas, hechas de tela y paja, resistirían el golpe, no así nuestro querido Cascanueces, quien, de haber caído al suelo, hecho de madera como estaba, se habría roto brazos y piernas. Pero Mamsell Clàrchen, la nueva muñeca de Marie, lo sujetó por uno de sus brazos y lo colocó en el suelo.
Los grititos reanudaron. Incontables ratones formaban filas y, tras ellas, sobresalía el ratón de siete cabezas.
-¡Fiel tambor! ¡Tocad a generala! -ordenó el Cascanueces.
En ese momento todas las tropas del ejército de Fritz cobraron vida y saltaban desde el estante de la vitrina formando filas, comandadas por el Cascanueces.
Los caballos relinchaban, los cañones disparaban garbanzos de caramelo contra los ratones, llenándolos de polvo de azúcar. Éstos contraatacaban lanzando contra el ejército del Cascanueces unas horrendas bolas apestosas que ensuciaron los preciosos pantalones rojos de los húsares de Fritz. Los ratones comenzaron a ganar terreno y el Cascanueces ordenó la retirada. Las tropas supervivientes se replegaron y regresaron al armario de cristal. Pero el Cascanueces no se rindió y regresó al campo de batalla, donde se vio cercado por un grupo de roedores comandados por el rey de los ratones, quienes lo arrastraron agarrándolo por su abrigo de madera.
-¡Mi pobre Cascanueces! -se lamentó la niña con enorme pesar.
Entonces Marie se quitó el zapato izquierdo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia el grupo comandado por el rey de los ratones. Al momento el ejército enemigo se desvaneció y Marie cayó desmayada.
Marie despertó en su cama. Al abrir los ojos distinguió que junto a ella estaban su madre y el doctor Wendelstern.
-¡Ay, mamá! ¿Se han marchado ya esos horribles ratones? ¿Se encuentra bien el Cascanueces? -preguntó la pequeña, muy agitada.
-¿Qué ratones Marie? Ayer estuviste jugando hasta muy tarde, es posible que un ratoncito saliera y te asustara y por eso te hicieras ese corte en el brazo con el cristal del armario. Te encontré tendida en el suelo, con todos los soldaditos de Fritz esparcidos a tu alrededor, abrazada al cascanueces y sin tu zapato izquierdo -le explicó su madre con tono condescendiente.
-¡Claro, mamá! Era el rastro que dejó la batalla entre muñecos y ratones -explicó Marie.
-Delira a causa de la fiebre producida por la herida, pronto se le pasará, señora Stahlbaum. Tendrá que tomar esta medicina y permanecer unos días en cama -ordenó el doctor.
-¡Vengo a ver con mis propios ojos cómo se encuentra la enferma! -canturreó el padrino Drosselmeier entrando de repente en la habitación.
En cuanto Marie vio al padrino Drosselmeier le vino a la mente la imagen de su figura subida en el reloj.
-¡Ay, padrino! Estuviste realmente horrible, te vi subido en el reloj llamando a los ratones. ¿Por qué no viniste en nuestra ayuda? -recriminó la niña.
-¡Deliras, pequeña! ¿Qué te ocurre, Marie? -preguntó su madre.
Marie observaó, con los ojos muy abiertos, cómo el padrino Drosselmeier movía uno de sus brazos adelante y atrás, como si fuera una marioneta tirada por hilos, mientras canturreaba palabras sin sentido:
“Péndulo tenía que ronronear, picar,
reloj, relojes, tienen que ronronear,
tocar las campanas, tilín, tilán.
Niña de las muñecas no tengas miedo,
hay que echar al rey de los ratones
y viene el búho, bum, bum,
relojes y péndulos,
no quería portarse bien.”
-Querido Drosselmeier, ¿qué extraña broma es esta? -preguntó la madre.
-¡Oh, cielos! ¿Acaso no recuerda que suelo cantarle mi bonita cancioncilla del relojero a pacientes como Marie? -rió Drosselmeier. Entonces se dirigió a la niña: -Marie, querida, no te enfades porque no luchara contra ese horrible ratón de siete cabezas.
-¿Lo viste? ¿Viste a ese monstruoso ratón? -preguntó apresuradamente Marie.
-Olvida eso ahora, tengo una sorpresa para ti, mira: he curado a tu Cascanueces.
-¡Oh! Gracias. Falta su espada, pero supongo que lo importante es que le has curado el cuerpo-agradeció Marie.
-Sin embargo, admitirás que no tiene una cara hermosa. Si lo deseas, pequeña Marie, te puedo contar cómo esta fealdad entró en la familia del Cascanueces y se convirtió en hereditaria. ¿Conoces la historia de la princesa Pirlipat, la bruja Ratonilda y el artístico relojero?
-¡No! Me gustaría mucho oírla -pidió la niña con entusiasmo.
-Espero que no sea una historia tan horrible como las que suele contar, mi querido Drosselmeier… -advirtió la madre.
-¡En absoluto! Es una historia muy divertida… -aseguró el padrino-. Oh, ahí está
Fritz, acércate, muchacho. Está a punto de comenzar el Cuento de la nuez dura.
Había una vez un reino en el que nació una bella princesita para gozo de sus padres: la princesa Pirlipat. La niña, de piel blanca como los lirios, cabellos de oro y ojos de azur, había nacido con una fila de dientecitos como perlas. Toda la corte estaba contenta excepto la reina, quien se mostraba preocupada. Algo la inquietaba, así que hizo vigilar la cuna: dos soldados custodiaban la puerta de entrada al dormitorio de la princesa Pirlipat, dos niñeras tenían orden de permanecer siempre junto a la cuna y otras seis debían pasar las noches sentadas junto a la princesita, cada una de ellas con un gato en el regazo, a los que debían acariciar sin descanso para hacerlos ronronear… Y lo cierto es que tenía buenos motivos para ello.
Unos años antes, el rey le había pedido a la reina que cocinara para él unos ricos embutidos. Cuando las salchichas comenzaron a humear y el delicioso aroma invadió la cocina, se escuchó una vocecilla.
-¡Yo también soy reina! ¡Dame un poco de esos embutidos! -pidió la rata.
La reina sabía que esa voz era de doña Ratonilda, soberana del reino de Ratonia, quien tenía toda una corte bajo los fogones de palacio.
-Claro que sí, doña Ratonilda, salid de ahí y probad este rico tocino -ofreció la reina.
Pero Ratonilda no estaba sola y al rato se le unieron sus siete hijos y otros miembros de la corte de Ratonia quienes, con su hambre voraz, amenzaban con terminarse todo el tocino de los embutidos.
Al ver que le faltaba, la reina mandó llamar al matemático de la corte para que calculara cuánto tocino del restante había que repartir entre los embutidos, pero eso no fue suficiente: cuando el rey se sentó a comer y probó la longaniza, este comenzó a palidecer. Hondos suspiros escapaban de su pecho. Cuando le sirvieron las morcillas, el rey se desmoronó y se hundió en su trono sumido en un terrible llanto. Parecía que una terrible desgracia lo aquejaba.
-¡Tiene muy poco tocinoooo! -lloriqueaba el rey.
-¡Ay, mi pobre esposo! La culpable de esta desgracia ha sido doña Ratonilda y su familia. ¡Debéis castigarla con dureza! -pidió la reina.
Enfurecido, el rey decidió vengarse de doña Ratonilda y llamó al relojero real, Christian Elías Drosselmeier -que casualmente se llamaba igual que yo- y le encargó unos artilugios muy artísticos que sirvieran como ratonera al colocar en ellos un trozo de tocino.
Doña Ratonilda era demasiado inteligente como para caer en la trampa, pero sus familiares no hicieron caso de sus advertencias y murieron apresados en las ratoneras.
Doña Ratonilda, llena de odio y deseos de venganza. Y amenazó:
-Mis hijos, mi familia, han sido asesinados. Anda con cuidado, majestad, porque la reina de los ratones puede vengarse y atacar a tu hija.
En este punto, Fritz interrumpió la narración.
-¿Es cierto que tú inventaste la ratonera, padrino Drosselmeier?
-¡Qué pregunta más tonta! -rió la madre.
-Soy un buen relojero… ¿No sería yo capaz de inventar ratoneras? -respondió Drosselmeier guiñando un ojo-. Pero continuemos con la historia, niños. Ya sabéis por qué la reina ordenó vigilar con tanto celo a la princesita Pirlipat. Fue el astrólogo de la corte quien le rebeló a la reina que los únicos capaces de mantener alejada a Ratonilda serían los hijos del gato Ronrón.
Y así fue que las cuidadoras, noche tras noche, acariciaban a los gatos junto a la cuna hasta hacerlos ronronear. Pero una noche todos quedaron vencidos por el sueño. De pronto, una de las cuidadoras se despertó y vio cómo doña Ratonilda se había metido en la cuna de la princesa. El terrible grito despertó a todos e hizo huir a Ratonilda.
Cuando miraron por encima de la cuna, vieron con espanto cómo la bella princesita se había convertido en un muñeco de enorme cabeza y cuerpo informe, verdes ojos saltones y una gran boca que se estiraba de oreja a oreja.
-¡Ay de mí! ¡La culpa es de Christian Elías Drossenmeier! -se lamentó el rey-. ¡Relojero! Tienes cuatro semanas para devolverle a la princesita su bella figura original o irás con el verdugo.
Drosselmeier, muy asustado pero con gran habilidad, desmontó a la princesa Pirlipat pieza por pieza y observó su estructura interna. No sólo no consiguió remediarlo, sino que descubrió que, a medida que la princesita creciera, se haría más y más deforme.
Drosselmeier lloraba amargamente mientras las princesita cascaba nueces sin cesar con sus afilados dientecillos, pues sus cuidadoras se habían dado cuenta de que comer nueces era lo único que calmaba a Pirlipat. Entonces Christian Elías Drosselmeier se reunió con el astrólogo de la corte. Juntos estudiaron el horóscopo de la princesita y descubrieron que para librarse del terrible hechizo debía comer el dulce fruto de la dura nuez Krakatuk. Un hombre que nunca se hubiera afeitado y jamás hubiera calzado unas botas debería abrirla tan solo usando sus dientes, entregársela a la princesa y retroceder siete pasos con los ojos cerrados sin dar un solo traspié.
El relojero Drosselmeier estaba contento por haber descubierto el remedio, sin embargo, era consciente de que era imposible encontrar un hombre capaz de abrir tan solo con sus dientes la dura cáscara de una nuez Krakatuk.
-Será imposible, majestad, encontrar tanto la nuez como al cascanueces -dijo Drosselmeier con temor.
-¡Pues entonces seréis decapitado! -bramó el rey.
Y así fue como el relojero y el astrólogo partieron dispuestos a no regresar sin la nuez ni el Cascanueces. Y buscando, buscando, estuvieron quince años. La casualidad hizo que el destino los llevara hasta el taller de muñecas de Christoph Zacharias Drosselmeier, el primo del relojero Drosselmeier, artesano de muñecas en Nuremberg. Al conocer la historia de doña Ratonilda y la princesa Pirlipat y lo que ambos hombres iban buscando, celebró:
-¡Primo! ¡Primo! Estáis salvados. Yo mismo tengo la nuez Krakatuk, se la compré a un desconocido hace años por una moneda de 20. Como pagué tanto por ella, hice que la bañaran en oro.
El astrólogo raspó el baño de oro que recubría la nuez y, efectivamente, bajo él apareció la palabra Krakatuk grabada en letras chinas.
-¡La suerte nunca viene sola! No solo hemos encontrado la nuez sino también al hombre que la abrirá: estoy seguro de que el Cascanueces es el hijo de vuestro primo, señor -aseguró el astrólogo.
Y dicho esto se dispuso a consultar a los astros el horóscopo del joven. En efecto: el muchacho nunca se había afeitado ni se había calzado unas botas. Vestía una chaqueta roja con sobredorados, sombrero y espada y lucía una larga trenza sobre su espalda. Durante los días de Navidad, el muchacho se paraba frente al puesto de su padre a abrirle las nueces a las muchachas que por allí pasaban, por lo que éstas le conocían como Pequeño Cascanueces.
El relojero Drosselmeier mandó un mensajero a la corte informando de que habían encontrado la nuez, pero nada dijo de que tenían también al cascanueces. De manera que cuando llegaron había una larga cola de candidatos que se rompieron los dientes tratando de abrir la nuez. El rey, muy angustiado, prometió la mano de su hija a quien fuera capaz de cascar la nuez Krakatuk. Entonces el delicado joven Drosselmeier se ofreció a intentarlo.
Saludó al rey y a la princesa con una reverencia, recibió la nuez, se la colocó entre los dientes y tiró fuertemente de su trenza.
La cáscara de la nuez estalló en mil pedazos. El joven limpió el fruto y se lo ofreció a la princesa, cerró los ojos y comenzó a caminar hacia atrás. La princesa tragó la nuez y al instante recuperó su bella y angelical figura. Cuando el joven Drosselmeier iba a completar el último paso, ¡Oh, qué mala suerte!, se escuchó un agudo chillido. Doña Ratonilda se había metido bajo su pie y el Cascanueces la había matado de un pisotón. A causa de una última maldición de Ratonilda, el joven se volvió igual de deforme que antes lo estuviera la princesa Pirlipat quien, al ver su enorme cabeza, sus ojos saltones y su larga boca, gritó:
-¡Llevaos a este horripilante cascanueces! -gritó la princesa con espanto.
El rey ordenó expulsar al joven y también al relojero y al astrólogo. Pero éste, leyendo de nuevo el horóscopo, estableció que, a pesar de todo, el joven Drosselmeier sería príncipe y rey, y que su deformidad solo desaparecería cuando lograra matar al hijo de siete cabezas que doña Ratonilda había parido tras la muerte de sus siete hijos ratones. Y aseguró que una dama lo amaría a pesar de su deformidad. Y este ha sido, niños, el Cuento de la nuez dura. Esta
y no otra es la razón de que los cascanueces sean tan feos.
-¡Qué princesa más desagradecida! Yo jamás rechazaría a nadie que hubiera sacrificado su belleza por salvarme -reprochó Marie.
-¡El Cascanueces no debería tener tantas contemplaciones con el rey de los ratones si quiere convertirse en un bravo muchacho! -afirmó Fritz mientras asestaba mandobles de espada imaginarios al aire.
-Estoy segura, padrino, de que el joven Drosselmeier de Nuremberg no es otro que tu sobrino.
El padrino Drosselmeier rió como si Marie hubiera dicho la más descabellada de las boberías.
Tras guardar cama casi una semana entera, la pequeña Marie, ya recuperada, jugaba de nuevo frente al armario de cristal. Desde el interior, el pequeño cascanueces le sonreía con todos sus dientecillos. Ella le habló.
-Querido Drosselmeier, sabe usted el aprecio que le tengo, cuente con mi ayuda cuando sea necesario. Al menos pediré a su tío, mi padrino, que le ayude cuando sea necesario.
Aquella noche, unos extraños ruidos despertaron a Marie.
-¡Son los ratones! ¡Vuelven los ratones! – exclamó la niña.
Al instante vio aparecer por un agujero de la pared al rey de los ratones con sus siete coronas.
-Hi, hi, hi… dame tus figuritas de mazapán o romperé a mordiscos a tu querido Cascanueces -chantajeó el rey de los ratones.
La niña obedeció.
-Ahora debes darme tus muñecos de azúcar o destruiré a tu Cascanueces -presionó de nuevo el rey de los ratones.
Y la niña así lo hizo.
A la mañana siguiente, su madre, al descubrir el desastre, exclamó.
-Esto es intolerable, debe de haber muchísimos ratones -refunfuñó la madre.
-Iré a por el gato gris del panadero, él se encargará de acabar con el rey de los ratones -propuso Fritz.
-Sí, y de saltar por encima de las mesas y las sillas tirándolo todo al suelo… -desestimó la madre.
-Podríamos colocar una ratonera -fue la propuesta del padre.
-¡El padrino nos la hará! ¡Él las inventó! -exclamó Fritz.
Entonces el padrino Drosselmeir trajo una de sus famosas ratoneras, la colocó junto al armario de cristal y puso un trozo de tocino como cebo.
Aquella noche, unos desagradables grititos despertaron a Marie. El repugnante rey de los ratones estaba sobre su hombro.
-No me cazaréis, no caeré en la trampa. Dame todos tus vestidos o roeré tu pequeño Cascanueces -amenazó el horripilante roedor.
El rey de los ratones desapareció y Marie se aproximó hasta la vitrina.
-Ay, mi querido Cascanueces, ¿qué puede hacer por ti una pobre niña? Por mucho que le dé, el repugnante rey de los ratones seguirá exigiendo hasta que no me quede nada que entregarle -se lamentaba la niña.
Entonces Marie cogió en brazos al pequeño Cascanueces. En ese momento la figurita cobró vida y dijo:
-Oh, mi querida amiga, no sacrifiquéis por mí nada más. Tan solo conseguidme una espada y yo mismo acabaré con el rey de los ratones.
Dicho esto, el Cascanueces recuperó su rigidez de ser inanimado. Marie corrió a contárselo a Fritz, quien cogió el sable de uno de sus soldaditos y se lo colocó al Cascanueces.
La noche siguiente, unos nuevos murmullos y crujidos despertaron a Marie, quien se levantó de un salto.
-¡El rey de los ratones! -exclamó la niña.
-Abrid tranquila, querida Marie. Traigo buenas noticias -se escuchó la voz del Cascanueces-. He dado muerte con mi espada al rey de los ratones. Os ruego aceptéis su corona y aceptéis acompañarme a un lugar maravilloso.
Tengo la certeza, querido lector, de que tú tampoco habrías dudado mi un segundo en acompañar al pequeño Cascanueces, como tampoco lo hizo Marie, quien lo siguió hasta el enorme ropero del pasillo. Al entrar en el armario, una extraña luz cegó a la niña. Al instante se encontraba en un prado de aroma delicioso.
-Este es el prado de caramelo y debemos cruzar aquella puerta -señaló el Cascanueces.
Marie levantó la vista y se dio cuenta de que la puertecita estaba hecha de almendras garrapiñadas y pasas. Daba paso a una galería de azúcar que desembocaba en un bosque con aroma de moras y naranja, lleno de brillantes lucecitas por todas partes.
-¡Qué bonito es esto! -se admiró la niña.
-¡Estamos en el Bosque de Navidad, Marie!
Pasearon por el arroyo de la limonada hasta llegar al lago de la leche de almendras, donde unos niños pescaban pececilllos con forma de nueces. A lo lejos se veía un pueblecito de casas marrón oscuro y tejados dorados.
-Es el Hogar de Pan de Especias, junto al arroyo de la miel. Allí viven buenísimas personas, pero es mejor no acercarse: siempre están de mal humor porque tienen dolores de muelas -advirtió el Cascanueces.
Al otro lado, Marie divisó un pueblo de casas transparentes y multicolores, bellísimo. Sus habitantes descargaban grandes tabletas de chocolate.
-Es Bombonópolis. Acaban de recibir un envío del rey del chocolate. ¡Pero nosotros nos dirigimos a la capital! -informó a la niña.
Se levantó un agradable aroma de rosas y de pronto todo parecía rodeado por un halo rosado y brillante. Era el reflejo de un agua rojiza donde se formaban pequeñas olas de un rosa plateado. Sobre el lago flotaban blancos cisnes.
-¡Ay! Este es el lago que una vez me quiso hacer el padrino Drosselmeier -exclamó la niña.
Marie y el Cascanueces navegaron por el lago hasta la capital, sobre un carro de conchas y piedras preciosas de mil colores, tirado por delfines con escamas de oro.
-Mire, mi querido Drosselmeier, ahí abajo está la princesa Pirlipat, sonriéndome con dulzura.
-No es la princesa sino vos, solo vos. Es vuestro dulce rostro el que sonríe desde cada ola rosada.
El Cascanueces y Marie desembarcaron y cruzaron el Bosque de las Confituras. A lo lejos, más allá de un extenso campo de flores, se alzaba una bonita ciudad. Parecía hecha de almendrados y frutas confitadas. En el centro se levantaba un pastel-árbol grosella. Sus gentes danzaban jubilosas entre alegres griteríos. Un distinguido hombrecillo recibió a Drosselmeier con estas palabras:
-¡Bienvenido al Burgo del Confite, príncipe!
Marie se sorprendió mucho. ¿Así que el Cascanueces era un príncipe? Pero su asombro creció cuando llegaron ante un castillo de brillo rosado, con quinientas torres y muros llenos de coloridas flores y cúpulas salpicadas de brillantes estrellitas de oro y plata. Era el Castillo de Mazapán. De él surgieron una serie de diminutos pajes con cabeza de perla y cuerpo de esmeraldas y rubíes que los recibieron con honores principescos.
-Esta es la demoiselle Marie Stahlbaum, quien me salvó de morir a manos del rey de los ratones arrojando su zapatilla y procurándome un certero sable -presentó el Cascanueces a la niña.
Todas las princesas hermanas del Cascanueces la abrazaron con júbilo y la invitaron a acompañarla a la cocina a preparar un banquete. Entonces le entregaron un mortero de oro que Marie comenzó a golpear mientras el Cascanueces relataba la terrible batalla entre su ejército y el rey de los ratones. A lo largo del relato, Marie comenzó a sentir las palabras del Cascanueces cada vez más lejanas, así como los propios golpes de mortero. Su cuerpo comenzó a ascender para caer, después, de golpe. Y Marie se despertó en su cama.
-¿Cómo puedes dormir tanto? ¡Levántate! Es tarde -escuchó Marie que decía la voz de su madre.
Marie vio a sus padres junto a la cama y, con gran emoción, comenzó a hablarles de todos los lugares maravillosos que le había enseñado aquella noche el joven Cascanueces Drosselmeier.
-¡Cuánta imaginación, Marie! ¿Cómo puedes creer que un muñeco de madera puede cobrar vida? -se burló la madre.
Sus padres reían al escuchar un relato que consideraban pura ocurrencia. Marie saltó de la cama y corrió en busca de las siete coronas del rey de los ratones. La madre la observó llena de asombro.
-¿Ves que es cierto lo que digo, mamá? -insistió la niña.
En ese momento se abrió la puerta y entró el padrino Drosselmeier.
-¡Díselo tú, padrino! Diles que mi Cascanueces es tu sobrino, el joven Drosselmeier de Nuremberg -pidió Marie.
-Bobadas, Marie! Tendrás oportunidad de conocer a mi sobrino, pues vendrá de visita muy pronto. En cuanto a las coronitas… son las que llevaba yo en el reloj y te regalé cuando tenías tres años. ¿No lo recuerdas?
Todos rieron. Fritz fue más allá y dijo que era una niña boba. Entristecida, Marie entendió que no podría volver a hablar de sus maravillosas aventuras. Pasaba los días ensimismada, sentada, inmóvil, de manera que todos comenzaron a llamarla “la pequeña soñadora”.
Y llegó el día en el que el padrino Drosselmeier apareció en la casa de los Stahlbaum con su joven sobrino de la mano, vestido con una chaqueta roja con sobredorados y peinado con una trenza a la espalda. Durante el almuerzo, el joven se metía nueces en la boca y las cascaba tirando de su trenza. ¡No se le resistía ninguna, por dura que fuera!
Cuando terminaron de comer, el joven invitó a Marie a acompañarlo hasta el armario de cristal. Entonces se arrodilló frente a ella y dijo:
-¡Mi querida demoiselle Stahlbaum! Aquí tenéis al Drosselmeier cuya vida salvasteis, al mismo que dijisteis jamás despreciaríais si por vos hubiera aumentado su fealdad, como sí hizo la princesa de Pirlipat. ¡Hacedme feliz una vez más concediéndome vuestra mano y acompañadme al Burgo del Confite a gobernar como mi reina!
Y así fue, querido lector, como Marie se convirtió en prometida de Drosselmeier, y años más tarde, en su esposa. Se cuenta que Marie, todavía hoy, reina en un país repleto de luminosos bosques de Navidad y transparentes castillos de mazapán junto a su querido Cascanueces. Y este ha sido, querido lector, el cuento de “El Cascanueces y el rey de los ratones”.
Grandes obras navideñas de la literatura universal
El Cascanueces y el rey de los ratones, de Hoffman, es una de las obras literarias de mayor éxito de todos los tiempos. Tanto es así, que la propia representación del Cascanueces se ha convertido en un símbolo de la Navidad. Como curiosidad os gustará saber que el compositor Tchaikovsky no recibió muy bien el encargo de componer un ballet para “El Cascanueces y el rey de los ratones” y tampoco quedó muy satisfecho con el resultado. Y, sin embargo, también en su versión musical, esta historia es una de las grandes obras maestras.
Pero El Cascanueces y el rey de los ratones no es la única obra literaria representativa de la Navidad. Incluso podríamos decir que existe una novela que se pone por delante de ella: se trata de “Canción de Navidad”, de Charles Dickens, que ha inspirado numerosas recreaciones en todos los ámbitos, en especial el cinematográfico, pero también el radiofónico. Precisamente este fue el título que escogimos en Mumablue para realizar una pequehistoria especial en las Navidades de 2020. Te invitamos a disfrutar de la lectura o escucha de “Canción de Navidad”, de Dickens. ¡Es gratis!
En cuanto al relato de El Cascanueces y el rey de los ratones, cabe decir, para quiénes no conozcan la historia, que todo comienza en Nochebuena, cuando se suceden una serie de hechos fantásticos que derivan en la lucha entre el Cascanueces y el rey de los ratones. Si la magia es real o se trata de una fabulación de la imaginativa niña protagonista ya queda a criterio del lector.
Si te ha gustado nuestra propuesta de El Cascanueces y el rey de los ratones, no dudes en compartirlo con otras personas. Se trata de un relato precioso para leer en Navidad. Y recuerda que también puedes compartir la versión para escuchar de El Cascanueces y el rey de los ratones.
Imagen: Fondo navideño (Freepik)